domingo, 27 de marzo de 2022

Capítulo 24: Lecciones de Historia

Anna Granger estaba de pie, nerviosa, junto a su esposo, Michael. Ambos llevaban bolsas pequeñas cargadas al hombro con lo imprescindible para pasar una noche fuera, y ambos miraban con cierta anticipación el viejo zapato que ocupaba el centro de la mesa. Era un "trasladador", o eso les había explicado Hermione en su carta. El zapato había sido traído aquella misma mañana por un enorme búho marrón que había parecido muy satisfecho de aceptar un trozo de su cecina como pago por el mensaje.

–Entonces, ¿simplemente tenemos que tocarlo? –preguntó Michael inseguro.

–Eso decía Hermione en la carta –asintió Anna. Habían sido invitados a un lugar llamado la Madriguera para Navidad. Estaban ya a veintitrés de diciembre y, según habían acordado, tenían que realizar el viaje un minuto después de las doce. En aquel instante era mediodía. Ambos estaban ansiosos por ver a su hija, y contentos de que finalmente iban a tener tiempo de conocer a la familia que sospechaban que algún día sería la de Hermione, si había que dar crédito a las largas descripciones que daba de Ronald Weasley. Sus cartas siempre eran informativas, detalladas, precisas respecto a los aspectos académicos de su vida y a las noticias del mundo mágico que consideraba que eran importantes para ellos. Hablaba a menudo de Harry, y de su preocupación constante por el pobre chico, pero la forma en que lo hacía siempre resultaba fraternal, mientras que cuando trataba sobre Ron era siempre en lúcidos apartes. Su madre sabía leer entre líneas, conocía el corazón de su hija y hacía mucho que sospechaba que el pelirrojo se lo había robado.

–Bueno, vamos a probar, supongo –suspiró Michael. Nerviosos, alargaron la mano y tocaron el zapato. Un segundo más tarde, Anna notó una sensación de presión y desgarro en el estómago, y antes de que pudiese gritar de sorpresa se encontró lanzada fuera de su hogar en Londres. El mundo pareció desvanecerse y hacerse borroso a su alrededor, y un momento más tarde volvió a enfocarse. Ya no estaban en el mismo lugar.

Anna sufrió una momentánea desorientación al darse cuenta de que se hallaban en un salón de aspecto anticuado con la más inmensa chimenea que jamás hubiese visto, antes de oír el grito de "¡Mamá!" y encontrarse con su hija lanzándose a sus brazos.

Los siguientes diez minutos fueron muy confusos para Anna, que fue presentada a un amplio número de pelirrojos, además de Ron y Harry. Por supuesto, se había encontrado a Arthur y a Molly en varias ocasiones cuando habían ido a comprar con Hermione a comprar en el Callejón Dragón, pero era distinto a estar invitados en su casa.

Respecto a la casa en sí, la lógica indicaba que no debería mantenerse en pie. La arquitectura no parecía nada estable; sobre todo las escaleras no parecían seguir otro dictado que el hecho de que iban "hacia arriba". Las habitaciones en las que dormirían estaban cubiertas de fotos que se movían, y parecían más grandes por dentro que por fuera. Las ventanas, que daban a la fachada y deberían haber mostrado la carretera, mostraban, en cambio, una adorable vista de los acantilados de Moher en Irlanda.

Una vez se instalaron en la habitación y deshicieron la maleta que habían hecho para las dos noches que iban a pasar allí, Anna fue conducida por su hija y por la joven Ginny Weasley a la cocina, donde Molly le preparó una taza de té muy reconfortante, mientras terminaba de preparar la comida para la turba de gente que invadía su casa. Anna contempló asombradísima cómo la mujer dirigía los utensilios de cocina y los alimentos con un toque de varita.

La cocina era cualquier cosa excepto familiar para Anna: sólo reconoció algunos de sus elementos. Su propia cocina estaba equipada con lo más moderno, incluyendo algunos electrodomésticos a los que todavía tenía que encontrar algún uso. Por contraste, la cocina de Molly Weasley parecía sacada de doscientos años atrás. Había incluso un cubo para batir la mantequilla, que daba vueltas sólo a órdenes de Molly. Anna supuso que el resultado debía ser mejor que los cubos procesados que compraba ella en el supermercado. No parecía haber ninguna nevera en la sala. Molly parecía abrir armarios de la alacena al azar y sacar la comida de allí. En un momento dado contenían leche fría, y al siguiente Molly sacaba del mismo lugar una tarta recién hecha. Todo ello resultaba muy desconcertante, como surgido de un sueño.

Se encontró mirando a su hija ayudar a Molly con la preparación de la comida. Lejos de alarmarse por las rarezas con las que Anna sabía que su hija no había crecido, Hermione parecía a sus anchas en aquel entorno. De hecho, parecía que se había adaptado a la perfección desde aquel día portentoso en que había recibido la carta de Hogwarts a través de una lechuza. Anna se alegró al ver que su hija era tan feliz en el mundo que había elegido para sí misma.

Pero a pesar de toda la alegría de aquella extraña casa diminuta, Anna sabía que había un lado oscuro también, que se evidenció en el momento en que se sentaron todos a la mesa y se percató de que su marido estaba sentado junto al hombre que había visto en televisión, anunciado como un asesino en masa a la fuga. Sirius Black, recordó. Así se llamaba.

Por supuesto sabía que el hombre era inocente: Hermione le había contado la historia completa. También sabía que el otro hombre sentado a su lado debía ser su amado profesor Lupin, del cual Hermione había hablado tan elogiosamente. Un hombre lobo, si tenía que hacer caso a lo que le había explicado, y no veía motivo para poner en duda la palabra de su hija.

No lejos de ellos estaba el joven Harry, con su famosa cicatriz que recordaba a todos ellos qué clase de oscura amenaza aleteaba sobre ambos mundos. La mujer suponía que sólo había oído una parte de las aventuras en las cuales su hija se había visto envuelta, y sabía que la amistad sincera de Hermione por este chico la había puesto en peligro de muerte en más de una ocasión. Se había empezado a percatar, a través de las cartas de su hija, que este grupo era algo así como el corazón del Mundo Mágico. Eran importantes en el gran esquema de las cosas. Y su hija, por asociación, se estaba convirtiendo en leyenda por derecho propio. El verano pasado Hermione le había mostrado un libro monstruosamente gordo llamado "Hogwarts, su historia", donde aparecía su nombre, y había comprendido que ocurrían cosas que nunca acabaría de entender. El libro se actualizaba solo, según Hermione, y explicaba algunas de las aventuras en las que su hija, Ron y Harry habían estado implicados. Era extraño pensar que, en un mundo del que nada sabía, su hija era famosa.

Aquella tarde se unió a los demás en la sala de estar, y se sentaron alrededor del fuego, que parecía capaz de contener a varias personas de pie. Empezaron a discutir algunos de los eventos que ni Michael ni ella acababan de entender.

– ¿Cuánto sabe el Ministro muggle de ese tipo...Voldemort? –preguntó Michael. Anna vio como muchos de los presentes se estremecían al oír el nombre del Señor Oscuro. Michael se disculpó rápidamente– Perdón. Quería decir Quién­ya­sabéis ­–ninguno de los dos podía comprender realmente la superstición que impulsaba a aquella gente a temer a un mero nombre.

–Varias figuras prominentes del gobierno muggle reciben informes regulares de los eventos que acontecen en el mundo mágico –explicó Arthur– pero son muy conscientes de que poco pueden hacer para afectarnos. Parece que cada año intentan imponer algún tipo de ley nueva al mundo mágico, pero lo cierto es que en el mundo mágico la gente apenas se da cuenta.

– ¿Cómo es posible que no se den cuenta? –Preguntó Michael– Quiero decir... ¿el mago medio no tiene que seguir las leyes lo mismo que cualquier muggle?

–Las leyes mágicas sí, Michael –explicó Remus– En realidad, muy pocos magos interactúan con muggles. Quiero decir, sería absurdo esperar que los magos hiciesen caso de las leyes de tráfico cuando no usan coches. Y no podrías pensar que los muggles prestaran atención a las leyes de Aparición cuando ni siquiera saben que tal cosa es posible.

– ¿Qué ocurre si las leyes de ambos mundos entran en conflicto? –preguntó Anna. Sentía una gran curiosidad al respecto dada la carta que Hermione le había mandado al principio de semestre sobre Harry. El descubrimiento de que Harry había sufrido maltrato a manos de su familia era descorazonador, pero la respuesta del mundo mágico la había dejado atónita. Podía ver ahora la alianza en el dedo de Harry, y no comprendía cómo podían haber obligado a un chico tan joven a casarse. Si lo que decía Hermione era cierto, para colmo se había casado con un hombre, y nada menos que uno de sus profesores. No le gustaba la idea en lo más mínimo. Esperaba no haber comprendido bien.

–Eso depende del tipo de ley de la que estemos hablando –le dijo Arthur– Si se trata de un mago, la ley mágica tiene preferencia. No puedes esperar que las autoridades muggle se hagan cargo de un criminal mago. Para empezar, no les sería posible en la mayoría de los casos, y para seguir una prisión muggle no podría contener mucho tiempo a un mago o bruja.

– ¿Pero quién manda? –preguntó Michael, confuso. Su marido siempre había preferido las cosas claras y bien organizadas, un rasgo que su hija había heredado– Quiero decir, sé que tenéis un Ministro de la Magia, pero ¿no debe responder en última instancia al Primer Ministro y al Parlamento?

–Ah, ya entiendo el problema –Arthur asintió, aunque miró a Remus como si esperase que le tomase la palabra– Aunque trabajo para el Ministerio, me temo que no entiendo gran cosa del gobierno muggle.

–Está usted bajo el error de creer que la Gran Bretaña Mágica es la misma nación que la Gran Bretaña muggle –explicó Remus– Y lo cierto es que no es así.

Anna vio que Harry parecía tan sorprendido ante aquella declaración como ellos.

– ¿No es así? –preguntó confuso. Hermione sacudió la cabeza:

–Francamente, Harry, ¿no prestas nunca atención a la clase del Profesor Binn?

–Nadie presta atención a la clase del Profesor Binn –protestó Harry– Lo único interesante que ocurre allí es cuando se olvida de dónde está y empieza a filtrarse a través del suelo.

Anna se estremeció ante la idea. El Profesor Binn era el fantasma del que Hermione le había hablado en alguna ocasión. La magia era una cosa, pero la mera idea de los fantasmas le daba escalofríos. No podía ni imaginarse a su hija aprendiendo de un hombre muerto desde hacía tiempo.

– ¿Quiere usted decir que la Gran Bretaña Mágica no es parte de nuestra nación? –preguntó Michael, exigiendo una clarificación. Remus se inclinó hacia delante, con el mismo gesto que si estuviese dando una clase. Anna se fijó en cómo los ojos de Sirius se iluminaban repentinamente de interés, y no pudo menos que preguntarse qué tipo de relación tenían ambos hombres. Se estaban sentando muy cerca en el sofá, aunque había sitio de sobras para que ambos se pusiesen a sus anchas.

–Pese a que Gran Bretaña tal y como la entiende usted lleva ya mucho tiempo en marcha, su gobierno es relativamente joven –le informó Remus. Michael frunció el ceño, sin comprender– Quiero decir que no hace tanto que les gobernaba una monarquía –Michael asintió, como aceptando ese punto pese a que Anna no acababa de entender qué entendía Remus por "no hace tanto tiempo". A ella le parecía bastante...– Pero nuestra sociedad, con su actual sistema de gobierno aquí en Gran Bretaña es mucho más antiguo. Consideramos nuestro gobierno "moderno" ratificado por Merlín, hará unos mil quinientos años. Pero antes de esto, nuestra sociedad apenas había cambiado durante miles de años.

– ¿Mil quinientos años sin cambios? –exclamó Michael atónito, como si la mera idea fuese inconcebible. Remus asintió:

–Así es. Tiene que entender que, en última instancia, los muggles son regidos por unas leyes que se escriben en papel. Aunque estas leyes tienen unas cuantas verdades universales como base, siguen siendo sólo palabras sobre papel. Pueden ser sujetas a interpretación, y pueden romperse o cambiarse dependiendo de quién esté en el poder. En cambio, las leyes del mundo mágico se sostienen por magia. No pueden ser cambiadas, no son susceptibles de interpretarse, y son imposibles de ignorar. Esas leyes han gobernado nuestra sociedad desde antes de que la Gran Pirámide de Egipto fuese construida.

Michael frunció el ceño ante esto.

–No lo entiendo. ¿De qué leyes me está hablando? Obviamente no se trata de leyes de Aparición o de los límites de edad en el uso de la magia.

–No, por supuesto que no –se río Remus– Las leyes de las que hablo son más profundas y esotéricas. Por ejemplo, el Universo tiene una naturaleza dual que no puede ser ignorada. Por cada cosa buena hay una mala, por cada vida hay una muerte.

–Por cada acción hay una reacción –asintió Michael– Pero eso es sólo física básica, no una forma de gobierno.

–Lo es para nosotros –explicó Remus– Esta dualidad afecta nuestras vidas de una forma fundamental que no puede ser negada. Por ejemplo, sabemos que por cada alma que hay en el mundo, existe su gemelo astral. Si estas dos almas, de alguna forma milagrosa, se reúnen en vida, sabemos que no podemos separarlas. Hacer eso traería el caos. Puede provocar mucho dolor y mal, cosa que por último afectaría a toda nuestra sociedad. Por eso, nuestras leyes matrimoniales son muy distintas a las del mundo muggle.

– ¿Es por eso que Harry pudo casarse con otro hombre? ­–preguntó Anna sorprendida. Remus asintió, mientras Harry se quedaba atónito y miraba fijamente al hombre lobo.

– ¡La piedra del matrimonio! ¿Realmente encuentra a los gemelos astrales, a tu alma gemela...?

De nuevo Remus asintió:

–Ése es su cometido.

– ¡Snape! ­–exclamó Harry sorprendido y sin palabras. Anna recordó que Snape era el nombre del hombre con el que se había casado. Sirius alargó la mano y le palmeó la espalda a Harry.

–Relájate, Harry. Las almas gemelas no tienen nada que ver con toda esa morralla que puedes encontrarte en las novelas románticas muggle. Tiene que ver con resonancias mágicas, y con cómo reacciona tu magia a la de la otra persona, por no nombrar las naturalezas arquetípicas de vuestras psiques individuales y cómo interactúan. Dos hermanos pueden ser almas gemelas sin que haya ni la más mínima sombra de romance entre ellos.

Harry pareció tranquilizarse al oírle, aunque aún parecía intranquilo por la idea.

–De acuerdo –continuó Michael– Tenéis estas leyes antiguas que gobiernan vuestra sociedad, que la interpretan en última instancia. Suena como si todo el mundo mágico estuviese sujeto a ellas, sin importar de qué nación fuesen.

–Exacto –asintió Remus– Pero estas leyes no pueden ser interpretadas, sólo reforzadas, y esto lo ha hecho un grupo que ha recibido muchos nombres a través de los siglos: el Concilio Supremo, el Círculo de Ancianos, los Illuminati, los Magi. Los ministros les llaman, hoy por hoy, la Confederación Internacional de Hechiceros.

– ¡Eso sale en la cabecera de las cartas de Dumbledore! –exclamó Ron, contento por poder señalar algo de interés. De nuevo Remus asintió.

–Sí, Albus es uno de los miembros –afirmó– La Confederación está formada por las más poderosas y antiguas familias del mundo mágico. Son la autoridad máxima de nuestro mundo.

–En tal caso, ¿por qué tiene el Director que cumplir con lo que el Ministro de Magia y sus gobernadores le dicen que haga? –protestó Ron.

–Porque a Albus ni se le pasaría por la cabeza interferir con el gobierno cotidiano de una única nación –explicó Remus– La Confederación tiene muy poco que ver con el gobierno día a día del mundo. De hecho, pueden pasar décadas sin que haya ni una sola reunión de sus miembros. En vez de eso, cada nación es gobernada por su versión del Ministerio, y esas formas de gobierno son soberanas por derecho propio y nada tienen que ver con el mundo muggle.

– ¿Pero tienen las mismas fronteras que el mundo muggle, no? –quiso saber Michael, bastante asombrado ante la idea. Anna se percató de que, pese a que Harry parecía tan atónito como su marido, Hermione por el contrario parecía saber ya todo aquello.

– ¡Oh, Merlín, no! –Se río Remus– Para empezar, ¿sabían que en el mundo mágico, Inglaterra tiene seis condados completos de los cuales los muggles ni siquiera han oído hablar?

– ¿¡Qué!? ­exclamaron al unísono Anna y Michael.

–La Francia mágica aún tiene monarquía... se perdieron toda la Revolución. Para cuando se dieron cuenta de que los muggles iban correteando de un lado para otro cortándose la cabeza unos a otros, ya se habían lavado las manos del mundo muggle y se habían retirado a provincias inexistentes en él. La Rusia y la China mágicas no sólo no pasaron por el comunismo, sino que ni siquiera tienen las mismas fronteras que las muggles. Esa parte del mundo aún está dividida en cientos de pequeños reinos que son gobernados por varios Señores de la Guerra y Conquistadores. Los descendientes de Atila el Huno todavía controlan gran parte de esas tierras.

–El Egipto mágico sigue teniendo un Faraón –añadió Bill.

–Y la India mágica es gobernada por una familia de Rakshashas, unas criaturas mitad humanas, mitad tigres –dijo a su vez Charlie– Varios líderes de Asia dicen tener sangre de dragones...

–Y luego están las Américas –continuó Remus– Nuestra historia está repleta de relatos de miles de años de antigüedad, en la que magos se marchaban al oeste en barcas, buscando un mítico refugio. Para cuando el muggle Colón llegó a las costas, los magos habían vivido en América durante siglos. El gobierno actual muggle conoce a la perfección el mundo mágico, pero tienen muy poca interacción entre ellos. Uno de los fundadores, Benjamín Franklin, firmó un tratado con ellos, que se podría resumir en "no nos molestéis y nosotros no os molestaremos".

–Cielos, voy a tener que empezar a prestar un poco más de atención a la clase de Historia –murmuró Harry.

– ¡Por fin! –exclamó Hermione. Su exasperación provocó una carcajada general. Siguieron hablando largo rato sobre los intríngulis del mundo mágico. Eventualmente, Anna preguntó su mayor duda:

– ¿Y cómo encajan el Señor Oscuro y sus seguidores en los varios gobiernos mágicos? ¿Cuál es su objetivo?

Todos parecieron incómodos ante esto, sin saber muy bien cómo contestar. Sorprendentemente, fue Harry quien habló:

–Voldemort quiere gobernar el mundo. Todo el mundo, sin importarle si es mágico o muggle.

Tanto el uso del nombre prohibido como su descripción de lo que deseaba hacer, hizo que todos los Weasleys se estremecieran.

– ¿Y el mundo muggle no puede hacer nada para detenerle? –preguntó Michael, queriendo confirmar lo que ambos temían. Había estado leyendo los periódicos, que durante el último año venían llenos de misteriosas muertes inexplicables. Hacía mucho que sospechaban que se trataba de los Mortífagos, pese a que los periodistas afirmaban que se trataba de terroristas.

–Voldemort no cree que ni siquiera el mundo mágico pueda hacer nada para detenerle –añadió Harry.

– ¿Y puede hacerlo? –preguntó Michael preocupado. Ante esto, Harry sonrió con tristeza y volvió el rostro. Sirius alargó la mano y apretó la del chico.

–Desde luego, lo intentaremos con todas nuestras fuerzas –les dijo Sirius con gran resolución. Remus y muchos más extendieron el brazo para palmear la espalda de Harry, como ofreciéndole consuelo. Hermione, se dio cuenta Anna, fue una de las primeras en hacerlo, y notó cómo se le encogía el corazón ante el gesto. Comprendió lo que le estaban insinuando: por algún motivo, el mundo mágico esperaba que aquel chico detuviese a Voldemort, y tanto su familia como sus amigos lo sabían. Anna no podía ni imaginarse lo que sería vivir bajo aquella presión: sólo podía rezar para que el chico pudiese soportar aquella tarea, que de alguna forma fuese capaz de salvar aunque fuese uno de sus mundos. 

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