miércoles, 27 de abril de 2022

Capítulo 49: Bailando

Severus entró en la Sala de Menesteres y asintió satisfecho ante el decorado que ésta le proporcionaba. Era muy parecido al gimnasio en el que le habían entrenado a él, un espacio inmenso con suelos acolchados. Una de las paredes estaba cubierta por completo por espejos, y en las largas mesas de la pared opuesta reposaban todos los tipos existentes de espadas. Harry tendría dónde escoger.

Severus cruzó el cuarto y se quitó la túnica exterior y la interior, hasta quedar sólo en unos ajustados pantalones negros y una camisa blanca. Con un gesto de varita caldeó el aire de la habitación, ahuyentando el frío invernal que se aferraba a las viejas piedras del castillo.

Su oferta a Harry había sido impulsiva, y más que probablemente una mala idea, pero era incapaz de arrepentirse. Por mucho que lo intentara, no podía librarse de la lujuria que le atormentaba, no podía contener el deseo de tocar a Harry. Puesto que no pensaba ceder a la pasión física, sólo tenía dos formas socialmente aceptables de aliviar aquel deseo de contacto: bailar o practicar la esgrima. Y dudaba mucho que a Harry le atrajera la idea de aprender el arte de la danza.

Él había entrenado con varios maestros de esgrima a lo largo de los años, algunos que le habían gustado, otros que le habían resultado odiosos. Esperaba poder convertir aquello en una experiencia agradable para Harry, algo que los ligara. Merlín sabía que no tenía tal esperanza con las pociones: Harry sólo toleraba el tema, sin sentir gran interés por ello. Tal vez esto, mucho más físico y atrayente para un Gryffindor, sirviese para hacerle pensar en Severus con más afecto. El chico necesitaba distraerse: entre las maquinaciones del Ministerio y su constante preocupación por el lobo y el perro, se iba a acabar volviendo loco. Severus sabía, por su propia experiencia, que la esgrima a menudo daba a la gente sensación de control sobre una vida caótica en otros aspectos.

La puerta se abrió y Harry entró por ella, sin aliento, como si hubiese venido a la carrera. Se había marchado a la sala común de Gryffindor tras la conversación para hacer sus deberes. Severus contempló cómo el chico miraba alrededor, cómo se le iluminaban los ojos verdes al ver las espadas. No pudo evitar fijarse en el sonrojo que adornaba sus mejillas.

–Quítate la ropa –le dijo Severus, llamando su atención.

El chico le miró atónito unos segundos, sorprendido por la orden. Luego su mirada se deslizó por el cuerpo de Severus, percatándose de la forma en que iba vestido. Sonriendo al comprender, procedió a retirarse la túnica exterior. Al contrario que Severus, llevaba una camiseta muggle bajo las gruesas vestiduras invernales, pero los pantalones negros y ajustados que vestía eran los que Severus le había comprado. Algo se removió en el corazón de Severus, complacido al ver que Harry se ponía la ropa que él le había comprado.

–Ahora, debes elegir una espada –le conminó, señalando la mesa. Se quedó aparte mientras el chico se acercaba a las hojas, sintiendo curiosidad. ¿Cuál elegiría?

Se detuvo primero ante la enorme espada a dos manos escocesa, la Claymore. Con una sonrisa descarada, la levantó de la mesa, echando una mirada traviesa a Severus. La espada medía sobre el metro ochenta, era más alta que él y demasiado pesada para sus brazos. Se tambaleó por el peso. Alrik podía manejar aquella arma sin problemas, pero no Harry.

–Predecible –Severus sonrió socarrón– Alguien podría pensar que estás intentando compensar algo...

Lejos de sentirse insultado, el chico pareció captar que le tomaba el pelo y se río, dejando la espada a un lado para pasar a otras. Levantó todas una a una, desde el Gladius romano y la Spatha preferida por muchos jóvenes de las Tierras de Invierno, a las curvadas cimitarras y Khopesh. Había varios tipos de espadas y floretes, y los probó uno a uno blandiéndolos en el aire un par de veces antes de dejarlos de nuevo con aire desconcertado.

La Katana japonesa pareció atraerle. La admiró largo rato, sujetando la funda de madera para sacar muy lentamente la hoja, con cuidado. Era una de las armas favoritas de Severus, aunque una Wakizashi sería más apropiada, por su menor tamaño, para Harry. Pero finalmente Harry la dejó de lado también y se dirigió hacia las espadas largas inglesas o Montantes.

El chico las probó con ojos iluminados por el entusiasmo. Severus se preguntó si las habría elegido porque había visto a su padrino usarlas. El Montante propiamente dicho no era apropiado para Harry, ya que era demasiado extenso y pesado para su frágil constitución. Se sintió complacido cuando finalmente el chico dejó las espadas de mayor tamaño para escoger una hoja más ligera, como la que los Templarios habían utilizado. La sostuvo entre las manos largo rato, mirándola, hasta volverse hacia Severus.

–Ésta –dijo, seguro. Severus asintió.

– ¿Por qué ésa? –quería asegurarse de que el chico entendía su propia elección.

–Parece familiar –dijo simplemente– Me inspira confianza.

Severus asintió de nuevo, comprendiendo:

–Se hizo usando como modelo la espada de Gryffindor. Mataste a un basilisco con ella. Es lógico que te inspire confianza. ¿Por qué diste de lado los estoques? –lo cierto es que la constitución de Harry se prestaba más a ese tipo de esgrima...

–No me gustó el peso que tenían –respondió, encogiéndose de hombros.

Severus sonrió levemente: era muy típico de un Gryffindor tener una espada de mayor peso entre las manos. No obstante, su elección final seguía siendo correcta.

–La espada que has elegido está bien, pero te enseñaré más de un estilo, puesto que si no te resultará difícil adaptarte a un cambio de circunstancias. Te entrenaré espada larga y el Wakizashi –hizo un gesto para señalar la espada corta japonesa– Las dos armas usan estilos muy distintos, y ambas serán apropiadas para ti.

–La espada que tú usaste era una espada larga, ¿verdad? –preguntó Harry. Severus alzó una ceja, complacido por el hecho de que el chico se hubiese fijado en la hoja que llevaba.

–Sí. Está hecha a medida, de acero mágico –explicó– Si te conviertes en un experto probablemente te acabes haciendo fabricar la tuya algún día –hizo seña a Harry para que le siguiera hasta el centro de la habitación– Lo primero es realizar un hechizo Tectum –informó mientras sacaba la varita. Apuntó a la espada que el chico llevaba y habló lentamente para que Harry pudiese aprenderse el hechizo. Una luz brillante cubrió brevemente la hoja– Lo practicarás después, pero nunca entrenes sin ese hechizo hasta que te dé permiso, ¿de acuerdo?

Harry asintió y probó el filo, notando de inmediato el efecto del hechizo: aunque la espada seguía afilada, por mucha presión que ejerciera no cortaba la piel.

–Un muggle no aprende jamás con una espada de verdad –le informó Severus– mientras que los magos simplemente aprendemos hechizos para protegernos. Sin él, no podría garantizar que no te hirieras. Ahora blande la espada, nota su peso, acostúmbrate a él.

Se apartó unos pasos para mirar, divertido, cómo Harry manejaba la espada con entusiasmo. Le dejó hacer unos minutos, antes de informarle de la corrección más obvia, pero importante:

–Con la izquierda, Harry –dijo sonriendo socarrón– Eres un mago, no un muggle. Tu varita es tu mejor arma, así que va en la mano hábil; la espada va a la otra.

Harry se sonrojó, avergonzado, y cambió la espada de mano rápidamente. Esta vez balanceó el arma con mayor torpeza.

–Es raro –confesó.

–Te resultará extraño durante un tiempo –le dijo Severus– pero al final aprenderás a manejar tanto espada como varita con cualquiera de las dos manos. No obstante, empezaremos a entrenar como debe hacerlo un mago correcto –indicó a Harry que se pusiese frente a los espejos y se puso tras él– Ahora empezaremos con algunos ejercicios sencillos.

El chico se tensó cuando lo tocó, contemplando nervioso el espejo cuando Severus puso su diestra en la cadera de Harry y su izquierda en torno a la mano con la que Harry sostenía la espada. Le habían tocado tan pocas veces a lo largo de su vida que no sabía cómo reaccionar ante aquella intimidad.

–Relájate –le dijo Severus en voz baja– Te enseñaré cómo moverte.

Procedió entonces a enseñarle cómo sostener la espada, cómo aferrarla, qué pose corporal adoptar, cómo equilibrar el peso. Situado a su espalda y con sus brazos en torno a él, le enseñó cómo blandir la espada. La más ligera presión en la cadera hacía que Harry modificara su punto de equilibrio, y cuando sus piernas no se movían automáticamente para adoptar la pose apropiada utilizaba las propias para hacer presión contra sus rodillas, modificando la postura del chico.

Posó las manos sobre las espaldas del otro para hacer que se relajara, deslizó una de sus palmas por la espina dorsal para corregir la pose, le sujetó las caderas para hacerle volverse cuando esgrimía el arma. Un roce de su pierna o una mano en su muslo le hacía variar la forma en que se sostenía, reequilibrándole.

Era como un baile, una experiencia táctil de aprendizaje que el chico podía aceptar sin cuestionar nada. La tensión se fue esfumando a medida que se acostumbraba a su roce disfrazado de lección. Aceptó la invasión de su espacio personal sin protesta alguna, permitiendo a Severus moverle por la habitación en la lenta danza de la espada. Y pese a que no tenía talento natural para la esgrima, el chico poseía cierta gracia innata desarrollada por el vuelo que le permitía realizar bien aquel tipo de ejercicio. Sus ojos brillaban por el entusiasmo. Más que rehuir el contacto, tras el primer momento de sorpresa lo había aceptado por completo.

Severus podía notar el calor que emanaba del cuerpo de Harry, el olor de su sudor y el movimiento de sus músculos. Era embriagador. Cuando el chico se rindió al ritmo callado de su danza, Severus pudo sentir también el ronroneo de la magia que ardía dentro del chico, aliviando su ansia. No satisfacía su deseo físico de sexo, pero sí la necesidad de contacto, una necesidad íntima que no había sabido que poseía. Aquello creaba un vínculo entre ellos al que Severus pensaba aferrarse con uñas y dientes; su padrino hubiese debido ser quien le enseñara, pero no estaba allí, aquel placer le quedaba a Severus y no pensaba cederlo por nada en el mundo.

Incluso cuando se alejó del chico para permitirle realizar la danza a solas podía sentir todavía aquel ronroneo de magia ardiendo dentro de sus venas, llenando la habitación, su propia magia respondiendo a nivel elemental. Se preguntó si Harry se daría cuenta de poder que exudaba, o si entendía por qué la gente se sentía tan atraída por él. Al verle así, con los ojos resplandecientes de placer por aquel ejercicio simple pero hermoso, Severus sospechó que había olvidado que el resto del mundo existía siquiera.

–Muy bien, Harry –le alabó cuando el chico ejecutó una vuelta ágil con un mandoble de su hoja. Se puso tras el chico, deslizando los brazos de nuevo en torno a su cuerpo, una mano sobre sus caderas, la otra sobre la mano de la espada, tomando el mando– Ahora, hacia el otro lado –susurró al oído del chico– Muévete conmigo, aprende cómo debes realizarlo.

Harry se estremeció, pero cedió el control por completo. Severus casi ronronea de placer: bailar nunca había sido tan delicioso.

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Severus se levantó temprano a la mañana siguiente, como solía hacer desde hacía un tiempo. Quería asegurarse de que Harry tuviese la habitación para él solo cuando fuese a vestirse, ya que lo último que hubiese deseado era hacer que el chico se sintiese incómodo en su propia casa; era algo que desde la primera noche había intentado evitar.

Se bebió el café matutino mientras repasaba algunos ensayos que se le habían quedado por corregir, pero su mente divagaba. La sesión de esgrima de la noche anterior había ido bien, Harry le había dado las gracias con tal expresión de felicidad que Severus se había preguntado la causa. Recordaba aquella tarde en que Harry le había dado reluctantemente las gracias por la ropa que le había comprado, y parecía bastante agradecido por las pequeñas reformas que había hecho en sus estancias para amoldarlas al chico... pero las lecciones habían sido algo distinto, algo que Harry había aceptado sin reservas y que le había agradecido sin reservas. Una vez más Severus meditó sobre si la razón podía ser alguna vivencia durante su infancia, y deseó saber la verdad. Obviamente había hecho algo bien por una vez, y deseaba saber de qué se trataba para poder repetirlo. A menudo.

Cuando Harry por fin surgió del dormitorio para recoger sus libros y dirigirse al gran comedor para el desayuno, Severus notó que sus ojos brillaban con animación.

–Hoy estás de buen humor –comentó, preguntándose si Harry le comentaría en qué estaba pensando. Era agradable ver al chico feliz tras tantos disturbios. Sabía que Harry se preocupaba por Black y Lupin, pero con la solución al matrimonio de los Malfoy se había relajado gran parte de la tensión.

–Hoy no voy a aparecer en los diarios –dijo Harry simplemente, como si aquello explicara su estado de ánimo.

Severus frunció el ceño. Sabía que a Harry no le gustaba atraer la atención; no podía entender ahora cómo había podido estar tan ciego como para creer lo contrario. Lo que no podía comprender era por qué Harry pensaba eso ahora.

– ¿No?

Harry sacudió la cabeza:

–Lo hará Draco –explicó– Por su compromiso con Charlie. Eso dará para varios días de cotilleos, y los Malfoy adoran salir en los periódicos.

–Supongo –asintió Severus, aunque dudaba mucho que este matrimonio fuese algo a lo que Lucius quisiese dar mucha publicidad. Harry podía pensar que casarse con un Weasley era algo bueno, pero para Lucius no eran más que plebeyos, muy por debajo de él. Harry le sonrió de oreja a oreja, con los ojos casi resplandeciendo:

–He estado pensando en qué puedo hacer para compensarte –anunció. ¿Compensarle? Severus le miró fijamente, confuso. ¿De qué hablaba ahora?

– ¿Compensarme por qué? –inquirió. Más valía que aquello no fuera por la ropa otra vez...

–Por las lecciones de esgrima –explicó Harry– y por la poción que estás haciendo para Remus. Haces todo eso por mí, y yo no hago nada por ti nunca...

Severus sintió una oleada de calor ante las palabras de Harry, en parte placentero ante la obvia gratitud del chico, y en parte de culpabilidad y vergüenza. ¿Cómo decirle que nada en el mundo le habría impedido hacer aquella poción, algo que sólo el propio Slytherin había realizado con anterioridad? ¿Cómo decirle que él había sacado mucho más de aquellas lecciones de lo que había hecho Harry? El mero recuerdo de aquel cuerpo joven y firme contra el suyo era suficiente para excitarle. El que Harry no supiese su motivación le hacía sentir aún más culpable. Tras una sola clase se había vuelto adicto al contacto, hasta el punto de que había quedado con Harry para continuar con las lecciones tres veces por semana. En las tardes en que Harry no tuviese que entrenar para el Quidditch, irían a la Sala de Menesteres para practicar la esgrima.

–Harry, no tienes que compensarme –le indicó Severus– Ya hemos hablado de esto antes.

–Lo sé –le aseguró Harry– pero sigo queriendo hacer algo por ti, así que voy a traducir el resto de libros de Slytherin.

Severus pestañeó, sorprendido, no muy seguro de haber oído correctamente. Ofrecía clases de esgrima al chico como pobre excusa para ponerle las manos encima y, en pago, el chico le daba acceso a los libros más preciados del mundo. Los Gryffindors eran unos ingenuos acabados... deberían ser obligados por ley a casarse con Slytherins, porque sin alguien a su lado que tuviese un mínimo de sentido de la auto preservación no sabía cómo podían sobrevivir.

–Harry –empezó Severus, sin saber qué decir. Obviamente no iba a declinar aquella oferta, pero no quería que Harry se sintiese obligado... Pero el chico le sonrió y saludó.

– ¡Nos vemos! –dijo, dirigiéndose hacia la salida.

–Definitivamente, necesito un manual de instrucciones –masculló para sí.

Terminó con sus correcciones de última hora y fue para el Gran Comedor también. Saludó educadamente a Albus y a los otros profesores mientras tomaba asiento, y luego dirigió la mirada hacia la mesa de Slytherin. Sus serpientes parecían tranquilas aquella mañana: Draco volvía a ser el centro de atención y no parecía haber sufrido un cambio de estatus debido a su relación con Charlie Weasley. De hecho, llevaba el oro de dragón bien a la vista, y aunque muchos alumnos parecían sorprendidos por ello, muchos otros parecían más envidiosos que atónitos. Fíate de un Malfoy para volver las circunstancias en su favor, aún aquellas...

Vio más de un intercambio de miradas entre Draco y Charlie, que seguía sentado junto a Hagrid en la mesa principal. Charlie parecía orgulloso, y Draco... Severus suspiró. Al rubio parecía que algo le hubiese pasado por encima. ¿Quién hubiese creído que semejante crío malcriado fuese capaz de enamorarse? Pero no dudaba que se trataba de eso. No pudo evitar preguntarse si Draco se habría escapado para ver a Charlie otra vez aquella noche. Una oleada de envidia le recorrió. Su mirada se fijó en Harry. ¿Estaba tan mal desear al chico...? Pero parecía tan joven... todos ellos lo eran. Diablos, no hacía tanto que Charlie había sido uno de sus estudiantes. Todos eran niños, y él se sentía tan viejo algunos días...

– ¿Algo va mal, muchacho? –le preguntó Albus, interrumpiendo sus pensamientos. Severus frunció el ceño, mirando al director.

–No soy ningún muchacho, Albus –dijo con irritación, encontrando extraño que las palabras del anciano reflejaran sus pensamientos con tal exactitud. Albus río alegremente, con ojos brillantes:

–Oh, no sé, Severus –respondió– Para mí todos sois muy jóvenes. Es cuestión de perspectiva.

Severus suspiró y volvió a mirar hacia los estudiantes. Las chicas de Hufflepuff parecían tener algún tipo de síndrome extraño que les hacía pestañear y reír tontamente todo el tiempo. Se preguntó por qué habría tantas mirándole a él. Llevaban días actuando de forma extraña. Aquello empezaba a ser irritante, y lo que era peor, algunas Ravenclaws y Gryffindors parecían haberse contagiado...

El sonido de aleteos le alertó de que llegaba el correo matutino. La lechuza de Severus, Paracelsus, dejó su periódico sobre la mesa antes de marcharse. Severus miró la foto de su compañero vinculado en portada del Profeta. Harry, en la armadura de las Tierras de Invierno, aparecía de nuevo enfrentándose a Cornelius Fudge. Una vez más, las noticias especulaban sobre el estado del mundo mágico y el estatus de Harry Potter en la sociedad.

Severus miró hacia Harry. El chico tenía los brazos sobre la mesa y la cabeza gacha, ocultando el rostro. Un periódico abierto yacía delante de él. Ron y Hermione le hablaban, dándole palmaditas para animarle, pero Harry parecía la viva estampa de la desesperación. Severus no pudo evitar una leve sonrisa: el chico debería habérselo supuesto.

Una rápida ojeada le mostró que, efectivamente, Draco y Charlie salían en las noticias, pero no en portada. No había mención alguna al oro del dragón. No cabía duda de que Lucius había tenido mucho que ver en ello: su dinero ya había comprado más de un editor del Profeta. Lo que sí había era una breve entrevista con Lucius y Narcisa sobre el compromiso de su hijo con un Weasley. Mientras Lucius resultaba frío y circunspecto, Narcisa había parloteado animadamente sobre los paralelismos entre la relación de Draco y Charlie con la de Romeo y Julieta. Aunque el oro no era mencionado, Narcisa insinuaba que Draco había actuado a sus espaldas para realizar aquel compromiso, pero su madre había sucumbido ante el romanticismo de todo aquello. Era por eso que sus padres habían permitido que continuara adelante. Como Severus sabía que Narcisa no era capaz de ser sentimental así la mataran, le resultó obvio que los Malfoy habían retorcido la historia para minimizar su impacto en la buena sociedad. Al fin y al cabo, a todo el mundo le gusta una historia de amor...

Un vistazo a Charlie le mostró que éste parecía divertido. El domador de dragones sabía bien en qué se había metido cuando había escogido a un Slytherin. El respeto de Severus por los Weasley subió considerablemente.

Una vez acabado el desayuno Severus se dirigió a su despacho para preparar la primera clase de la mañana, pero al acercarse a la puerta vio a un hombre delgado y de aspecto extraño que llevaba el distintivo del Ministerio y portaba un buen montón de pergaminos. Severus le miró con furia, esperando que se asustara y no le molestara.

– ¡Disculpe! –Exclamó el desconocido– ¿Es usted Severus Snape?

–Sí –gruñó él– ¿Quería algo?

–Mi nombre es Hickory McFarlen –replicó el hombre– del departamento de Personas Importantes (VIPs). Necesitaría hablar con usted respecto a los regalos. ¿El departamento de VIPs...? Era la primera vez que Severus oía hablar de la existencia de tal cosa. Frunció el ceño con irritación.

– ¿Regalos?

–Sí, señor –asintió el hombre rápidamente. Su cabeza se bamboleó de forma extraña– El Director Dumbledore redirigió todos los presentes de bodas a mi oficina, y he sido el responsable de revisarlos. Cuando ya estaba a punto de terminar, y tenía un informe preparado –tendió hacia Severus los pergaminos que sostenía– ha llegado una nueva oleada de obsequios... Presentes por la coronación de su compañero vinculado, ¿sabe?

– ¡Regalos de coronación! –Exclamó Severus con disgusto– ¡No ha sido coronado formalmente! –había días que desesperaba ante la idiotez generalizada del mundo mágico.

–Desde luego que no, señor –el hombrecillo se apresuró a darle la razón– Pero verá, hay mucha gente que ha enviado obsequios igualmente, además de un montón de peticiones que no sé muy bien cómo encarar.

– ¿Qué tipo de peticiones? –preguntó Severus, atónito.

–Peticiones de inmigración –explicó el hombre con una sonrisa–-. Parece que las Tierras de Invierno han cobrado súbita popularidad. Necesitaría hablar con usted largo y tendido sobre todo esto.

Parte de la carga que Severus había aceptado al casarse con Harry era mantener al chico lo más alejado posible de aquel tipo de locuras, darle una posibilidad razonable de acabar la escuela tranquilamente, dentro de lo factible. Esto quería decir, desafortunadamente, que tenía que lidiar con aquello.

–Oh, Merlín –suspiró por lo bajo– La próxima vez que Albus me pida un favor, huyo de casa.

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