miércoles, 27 de abril de 2022

Capítulo 45: Amaestrando al dragón

Después de que Harry se fuese a dormir, Severus se quedó sentado junto al fuego durante largo rato. Se alegraba de haber tomado la pócima calmante antes de hablar con el chico puesto que, pese a ella, sus emociones eran caóticas. Aún sentía rabia, pero ya no estaba dirigida hacia el joven al que el destino le había unido. No, ahora se focalizaba de nuevo en los Dursleys, que habían herido tan profundamente al chico que incluso ahora sentía que desear una familia real era algo egoísta.

Algo egoísta, había dicho Harry al expresar el anhelo de que la gentileza que se le dirigiese fuese causada por quién era, más que por qué era, por lo que la vida le hacía ser. Ahora mismo Severus lamentaba profundamente las palabras que había pronunciado aquella mañana, y lo mucho que le había malinterpretado. Si la sonrisa que Harry era indicativa, el chico ya le había perdonado, pero la herida debía seguir ahí, y Severus no sabía cómo sanarla.

¡Merlín, cómo le confundía el chico! No dejaba de desconcertarle. Sin embargo, sentía ahora una cierta esperanza: era obvio que el joven sentía algo por él. También lo era que no tenía la menor idea de qué era lo que sentía exactamente; tampoco Severus lo veía demasiado claro, pero sí que Harry confiaba en él, le estaba agradecido y quería ser importante para él, ser parte de su familia. Y cuando Harry le había sonreído, Severus había sentido cómo su corazón daba un vuelco.

Algún día, se dijo, vería a los Dursleys cara a cara y les obligaría a retorcerse por la vergüenza ante lo que habían hecho. Quería que lamentaran simple gesto egoísta y cruel que hubiesen realizado. Algún día, se prometió, se vengaría más allá de toda maldición que Albus les hubiese lanzado.

Harry se había ido a la cama rápidamente tras la conversación. Severus supuso que ahora estaría profundamente dormido bajo el efecto de la pócima para dormir sin soñar. Él mismo también deseaba dormir y poner el punto final a aquel día tan complicado, pero se resistía a ello: la furia dirigida a los Dursley no era la única emoción que le invadía, el deseo de tocar a Harry no parecía haber remitido, pese a los calmantes.

Se había aferrado a Harry aquella mañana cuando le había visto cerca del hombre lobo salvaje. Había tenido que hacer un esfuerzo para soltarle cuando Albus se lo había ordenado. Y cuando Harry se había asustado creyendo que Lupin había muerto, había sentido auténticas tentaciones de volver a atraparlo entre sus brazos. En vez de ello había puesto la mano sobre sus hombros y había dado gracias internamente porque el chico había aceptado ese contacto.

Lo cierto es que se sentía francamente disgustado consigo mismo. Habitualmente tenía más autocontrol, y no era propio de él sentir deseo por un estudiante. Su amante más reciente había sido un hombre de su edad que había conocido en una conferencia sobre pociones, un joven encantador de cabello rubio llamado André. Antes que él, había habido una mujer de piel oscura, diez años mayor, que le había llevado consigo al Amazonas para buscar ingredientes exóticos para pociones. Aunque siempre había sido el dominante en toda relación, nunca había buscado parejas más jóvenes que él, o tan inocentes como para no saber en qué se metían. Nunca se había sentido celoso o posesivo de sus anteriores amantes; nunca le habían importado lo suficiente. Cuando las cosas habían terminado, los había dejado marchar sin mirar atrás. Y jamás había ido tras alguien tan joven como para no saber lo que deseaba de una relación. Nunca había sido un seductor de vírgenes.

Albus le había dicho que la transferencia no le hacía sentir nada ajeno a él, que sólo amplificaba las emociones que ya poseía. Al parecer, Harry provocaba en él emociones que había tratado de extirpar de su naturaleza: posesividad, celos, deseo de controlar. Todas ellas le parecían fallos de carácter, cosas que recordaba en su padre como motivaciones y que habían resultado altamente destructivas. Le reconfortaba saber que por encima de aquellos oscuros sentimientos prevalecía la necesidad de proteger, pero aquella lujuria que sentía por alguien tan joven e inocente... no sabía qué pensar de ello. Las palabras de Lucius resonaron en su mente: "Hasta ahora no me había percatado de lo atractivo que se ha vuelto el joven... no soy ciego. Siempre he preferido las mujeres, pero el Señor Potter tiene un aura de poder"...

Conocía a Lucius de toda la vida, y no recordaba que jamás hubiese expresado interés en otro hombre. Por lo que Diana le había dicho, Julius había tratado de seducirlo y no lo había logrado. Y aunque Lucius no tenía escrúpulos en seducir a vírgenes o personas mucho más jóvenes que él -la amante por la que había matado al padre de Severus sólo había tenido catorce años-, siempre se había tratado de mujeres. Aun así, Lucius encontraba que Harry era atractivo... El verdadero motivo por el cual Severus había hecho que McGonagall vigilara la puerta durante la reunión con Fudge había sido la forma en que Lucius había mirado a Harry en el gran comedor. No pensaba permitir que ese hombre se acercara a diez metros del chico.

¿Era por el poder? ¿Era eso lo que le confundía tanto, deseo de poder? Nunca había creído en los ideales del Señor Oscuro, siempre había pensado que su discurso apuntaba a la locura. Se había unido a los Mortífagos únicamente para detener a su padre y restaurar el honor familiar. No obstante, entendía la atracción que ejercía el poder, y había abrazado ciertos aspectos de aquella vida: los deportes de sangre, los crueles duelos a espada y varita contra cualquier contrincante lo bastante inconsciente como para enfurecerle, o lo bastante estúpido como para desafiarle. Culpaba en parte a los Merodeadores, que le habían atormentado; su reacción había sido volverse despiadado y salvaje. Siempre había pensado, no obstante, que era ejercicio, no un reflejo de su verdadero yo. Mientras espiaba para Albus, jamás había perdido de vista el objetivo real. ¿Pero y si sus motivos no habían sido tan irreprochables como él había creído? ¿Y si se había unido a Albus y a la Orden por el simple deseo de pertenecer a algo más grande que él mismo, por ser parte del poder que Albus poseía, no porque fuese lo correcto?

¿Y si deseaba a Harry por el mismo motivo?

El chico era joven y muy ingenuo respecto a ciertos aspectos de la vida. Siempre sería más pequeño de estatura, más delgado y físicamente más débil que él, pero se estaba volviendo cada vez más evidente que Harry Potter poseía una magia mucho más poderosa que la suya, quizás más poderosa que la de nadie que conociese. Sólo tenía dieciséis años y había realizado proezas que Severus se sabía incapaz de hacer. Para empezar, él nunca habría podido mover el monolito, y para seguir realizaba sin esfuerzo aquellos hechizos que nadie más conseguía que funcionasen; aunque no tenía ni idea de oclumancia, poseía una voluntad inquebrantable, una fortaleza mental que no le permitía rendirse, fuesen cuales fuesen las circunstancias. No sabía manejar una espada, pero había matado a un basilisco a los doce años. Le habían tenido encerrado en una alacena la mayor parte de su vida, pero se había plantado ante un ejército de guerreros endurecidos y les había guiado en la batalla sin dudar.

La noche anterior, al tocarle, había sentido cómo el poder irradiaba de su piel, y había sido embriagador. ¿Era eso? ¿Ése era el motivo de sus "sentimientos", el deseo de poder? ¿No había habido jamás en su vida nada bueno, noble o puro, sólo ambición propia de un Slytherin? Era una idea deprimente.

Pero lo que era cierto es que no había mentido a Harry. No pensaba en honor o deber cuando se había lanzado al rescate. Lo único que tenía en la cabeza en aquel instante era traer a Harry de vuelta a salvo, protegerle aunque le costara la vida.

Severus suspiró y sacudió la cabeza. ¿Por qué no venían los Gryffindors con manual de instrucciones? Le hubiese simplificado mucho la vida.

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Charlie Weasley nunca se había considerado falaz: como la mayoría de Gryffindors prefería afrontar las cosas de frente, y dejaba las maquinaciones a los Slytherins. Pero su entrenamiento con dragones le había enseñado a cazar, y falso o no, sabía cómo tender una trampa.

No sabía qué había incentivado la idea. Al principio no había sido más que un interés pasajero. Había visto cómo Draco Malfoy le había mirado la otra noche; no era el primero en mirarle así. Recordaba, hacía dos años en el Torneo de los Tres Magos que se habían cruzado sus miradas más de una vez. No le había dado más importancia que pensar con cierta diversión que uno de los poderosos y encopetados Malfoy contemplaba a un Weasley con algo bien distinto al desprecio.

La víspera, no obstante, Draco había hecho algo más que mirarle: había logrado llamar su atención. Oh, sabía bien todas las razones por las cuales no era una buena idea: el chico era un consentido insufrible, hijo de Mortífagos y carne de Azkaban a todas luces, en un futuro no demasiado lejano... pero todas aquellas razones parecían inconsistentes cuando se enfrentaban a la simple belleza del joven. Era elegante y refinado, todo piel blanca y cabello dorado, con labios rosados y ojos del color del cielo en verano. Charlie no pudo evitar devolver la admiración, pese a que sabía que nada podía salir de ello.

Pero más tarde, aquella noche, cuando Severus les había hablado de la propuesta de matrimonio y había visto cómo aquella rabia salvaje invadía a Remus, algo extraño le había ocurrido a Charlie. Había sentido algo fuerte y terrible, una emoción poderosa, un sentimiento de furia justiciera ante lo que les habían hecho a Sirius y Remus. Aquello le había llevado a pensar en Draco, en el hecho de que Sirius odiaría a Draco por ello. ¿Le heriría? ¿Lo haría el lobo? ¿Desgarrarían aquella piel blanca y esparcirían aquel cabello dorado, destruirían el brillante azul de aquellos ojos? Ante aquella idea, Charlie se había sentido súbitamente posesivo. Había deseado más que nada en el mundo, a cualquier precio, detener aquellos acontecimientos. Remus y Sirius no se merecían aquello, y Draco se merecía algo distinto, se merecía a alguien distinto. Draco era para él. Incluso su nombre parecía una señal del destino: Draconis, el dragón.

Así pues, Charlie preparó una trampa para el dragón. Se sintió algo culpable por ello, pero se deshizo de aquel sentimiento. Lo que iba a hacer era lo mejor para todos. Sirius y Remus no se merecían lo que les estaba ocurriendo, y Draco no era más que un peón en manos de su padre. Al menos, Draco estaría con alguien que le apreciara y le protegiera. La culpa de todo ello era de Lucius Malfoy, que había desencadenado los acontecimientos.

Poner el cebo fue fácil: habló con el joven durante la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Cuando le había ofrecido el cachorro de crup, se había asegurado de rozar su mano. Vio cómo los ojos del joven se oscurecían ante el contacto, y cómo se sonrojaba cuando Charlie comentó que el pequeño unicornio de los establos era algo maravilloso de ver. El cebo estaba dispuesto; el siguiente paso debía darlo Draco.

Charlie estaba acabando de atender la herida de uno de los Thestrals cuando oyó cómo se abría la puerta. Era después de la hora de la cena; la mayoría de los estudiantes estaban dirigiéndose a sus salas comunes. Se giró sonriendo al ver a Draco, cubierto con una pesada capa que le protegía del frío, entrando de hurtadillas al establo, su cabello rubio resplandeciendo por las luces mágicas del recinto.

Charlie salió silenciosamente del cubículo del Thestral, cerrando la puerta tras él. Observó cómo Draco se dirigía al extremo de los establos, donde se encontraba alojada la cría de unicornio. El joven aún no se había percatado de que no estaba solo.

Charlie no se había acercado a aquel cubículo: estaba allí para atender a los Thestral, no al unicornio. Y éstos eran criaturas realmente bellas, con pieles resplandecientes como luz de luna y cuernos que parecían cristal, pero también muy excitables, y sólo permitían que los puros les tocaran. Hacía ya años que Charlie no se contaba entre éstos. Vio con cierta diversión cómo la criatura se acercaba emocionado a la entrada de su establo y permitía que Draco le acariciara el morro suave. Se sintió de nuevo algo culpable al darse cuenta de lo que aquello implicaba, pero dio de lado aquel sentimiento, más decidido que nunca a llevar a cabo su propósito. Hijo de Mortífago o no, el joven era inocente todavía y no había sido tocado aún por la verdadera oscuridad.

–Le gustas –murmuró. El Slytherin no se sobresaltó, confirmando al pelirrojo que el unicornio no había sido el cebo. Draco había venido por él.

El joven se volvió hacia él, adoptando la expresión de desdén propia de un Malfoy y que substituyó al deleite que había mostrado segundos antes. Curiosamente, el chico no intentó alejarse del unicornio, sino que siguió acariciándole el morro. Charlie supo que Draco no tenía la menor idea de lo delator que era aquel gesto: los Slytherins se pavoneaban siempre dando alas a sus malas reputaciones. Esto le confirmó que su trampa no iba a ser descubierta demasiado pronto. Los unicornios se daban en quinto año, lo mismo que los dragones. Al parecer, Draco no se molestaba en leer la letra pequeña.

–Por supuesto que le gusto. Soy un Malfoy –respondió Draco de forma altanera. Intentó mirar a Charlie a los ojos, pero sus pupilas se deslizaron hacia el cuerpo del pelirrojo hasta detenerse en la línea definida de sus piernas enfundadas en cuero. Un sonrojo tentador cubrió las mejillas del joven y sus labios se entreabrieron con un suave jadeo. Charlie sonrió y dio un paso hacia él, moviéndose con cautela para no espantar a su presa. Era importante que el muchacho se sintiese atraído hacia él.

– ¿Tiene algo especial, ser un Malfoy? –murmuró. El rubio resopló:

– ¿Qué sabrás tú? Sólo eres un Weasley –su mirada se dirigió esta vez hacia los hombros anchos, la delgada cintura y se entretuvo en el cuello abierto de la camisa medio desabrochada, que dejaba entrever piel bronceada. Días enteros de trabajar a sol y sombra por todo el mundo le habían dado ese tono. Charlie no era propenso a las pecas que sus hermanos pequeños lucían. Y entonces, los ojos de Draco se abrieron mucho al ver lo que colgaba del cuello del domador de dragones. La trampa estaba dispuesta a saltar por aquello a lo que ningún dragón podía resistirse.

– ¿Qué es eso? –suspiró Draco, perdiendo todo interés en el unicornio y centrándose por completo en Charlie. Si había algo inamovible en la naturaleza de los Malfoy, era su avaricia. Draco, por muy inocente que fuese, no era distinto en ese punto a los demás.

Charlie alzó la cadena que lucía en torno al cuello, mostrando el objeto para que Draco lo viese con claridad. A primera vista podía parecer un simple galeón de oro, pero no tenía ninguna de las marcas del Ministerio habituales en la moneda inglesa. Tenía forma de moneda, pero amartillada y de acabados toscos. El interés de aquello residía en el propio material del que estaba hecho, pues no había nada igual en el mundo. De color dorado, parecía tener una luz en su interior, como si la superficie fuese de cristal y su tonalidad procediese de una llama viva en su núcleo. Pese a que no iluminaba realmente por sí mismo, resplandecía y brillaba de forma hipnótica, absorbiendo toda la luz ambiental en torno a él.

– ¿No habías visto nunca oro de dragón? –le preguntó Charlie, moviendo la moneda para que refulgiera.

– ¿Oro de dragón? –preguntó Draco, con sus ojos azules fijos en la cambiante sustancia.

–Es oro que ha sido fundido y refundido miles de veces por el aliento de un dragón –le explicó Charlie– Es una de las materias más escasas del mundo.

– ¿Dónde lo encontraste? –Draco dio un paso hacia él, atraído por el oro ardiente. Charlie sonrió levemente:

–Es parte de las pruebas finales de un cuidador de dragones. Tenemos que colarnos en las cuevas del más antiguo de todos los dragones y robarle una pieza de su oro. Con esto, podemos amaestrar a los dragones más jóvenes. Ningún dragón puede resistirse a su atracción: con él podemos vincularlos a nosotros y mantenerles controlados –cualquier posible culpabilidad que hubiese podido sentir se desvaneció finalmente: le había dado pistas más que suficientes al joven.

Draco se acercó más y extendió una mano fina y pálida para tocar el oro, pero antes de que pudiese hacerlo Charlie cerró el puño sobre la moneda, ocultándola. El muchacho le miró, aparentemente ofendido por el hecho de que se le negara algo. Charlie le miró con una sonrisa lenta, perezosa:

–El oro de dragón es sagrado y de poderosa magia –le informó– Te dejaré tocarlo, pero por un precio.

Por un segundo, Draco pareció furioso, luego intrigado. Se dio cuenta repentinamente de lo cerca que estaba de Charlie y su rostro enrojeció. Sus ojos azules como el cielo despejado reflejaban ansia:

– ¿Qué precio? –preguntó, lamiéndose los labios inconscientemente cuando Charlie dejó que su mirada se posara en ellos.

–Un beso –le dijo Charlie– como dicen en todas las buenas historias de antaño –era otro aviso que el joven desoyó, como había ignorado todos los anteriores. La mirada de Draco volvió al puño cerrado de Charlie que protegía el oro. Alzó su mano, deslizando suavemente sus dedos perfectamente manicurados por los nudillos callosos y llenos de cicatrices de Charlie. El pelirrojo contuvo el aliento ante aquel gesto. Supo en aquel mismo instante que, así se le opusieran las fuerzas del cielo o el infierno, no iba a echarse atrás en su propósito. Aquel dragón no se le iba a escapar.

–De acuerdo –aceptó Draco en voz baja– Un beso.

Una vez recibido el consentimiento, Charlie no perdió un segundo ni permitió al joven que lo reconsiderara. Hundió la mano libre en los sedosos cabellos de la nuca de Draco y atrajo al joven contra sí, haciendo suya su boca con un beso apasionado. El muchacho dejó escapar una exclamación de sorpresa pero instantes después se apretaba contra él, moviendo las manos por el pecho firme de Charlie y por su espalda.

Charlie soltó el oro y enroscó su otro brazo en torno a la cintura de Draco, atrayendo al joven contra sí y profundizando en el beso, moviéndose de forma hambrienta por su boca, devorando aquellos labios rosados y suaves. Draco respondía, como él había sabido que lo haría, con la misma ansia, la misma necesidad, con la desesperación que causaba que fuese incapaz de apartar la mirada de él cada vez que se encontraban.

Cuando finalmente Charlie finalizó el beso y se apartó ligeramente para contemplar el rostro sonrojado de Draco y sus labios hinchados, el muchacho no hizo esfuerzo alguno por apartarse de él. Parecía desconcertado y sin aliento. Tardó en recordar cuál era el propósito de todo aquello: aún aprisionado contra el cuerpo de Charlie, ignorando los claros síntomas de excitación física que notaba, o quizás disfrutándolos, alzó la mano para acariciar el oro que ahora reposaba contra el pecho del pelirrojo. Sus ojos resplandecieron cuando sus dedos se cerraron sobre la moneda.

–Está caliente –suspiró. La llama atrapada en el oro pareció moverse y danzar en respuesta a su roce.

–Le gustas –bromeó Charlie, deslizando una mano por la espalda del joven y acariciando los músculos firmes que había en ella. Draco gimió y se apretó contra él, alzando el rostro, y Charlie volvió a besarle, introduciendo profundamente la lengua. Unos segundos más tarde Draco tiraba de su camisa, abriéndola mientras se retorcía desesperadamente contra él, buscando alivio mediante la fricción a la necesidad que sentía. Charlie tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para soltarse y alejarse de él. Draco le miró desconcertado con ojos salvajes y hambrientos, confuso. Contempló en silencio, jadeante, cómo Charlie se dirigía a uno de los cubículos vacíos al fondo del establo. Charlie miró atrás por encima del hombro y sonrió de forma provocativa– ¿Vienes? –preguntó en voz baja, llena de promesas.

Draco no dudó un instante y le siguió, con ojos ardientes. Charlie le abrazó en la oscuridad, le retiró la fuerte capa invernal y la tendió sobre el heno limpio y de olor dulzón que cubría el suelo. Antes de que el joven pudiese recordar que ningún Malfoy haría algo tan plebeyo como tumbarse en el suelo Charlie le estaba besando de nuevo mientras le empujaba suavemente hasta acostarlo sobre la capa y la paja, cubriéndole con su cuerpo. Gimió suavemente cuando los brazos de Draco le rodearon, deseosos de recibirle.

Se habría podido pasar horas explorando su cuerpo: cuando descubrió aquella piel pálida y perfecta, retirando la ropa, Charlie vio que era tan hermoso como había imaginado. La inexperiencia de Draco era obvia, puesto que suspiraba y se sonrojaba cada vez que le tocaba en algún punto inhabitual, pero estaba ansioso por aprender y desesperado por recibir todo cuanto Charlie le ofrecía. Era extraño cómo la más suave de las caricias o un simple cumplido susurrado le provocaban las más poderosas reacciones, como si nunca le hubiesen tratado con ternura o afecto. Charlie lamentaba no tener más tiempo, aquella primera noche, para pasar horas adorando el cuerpo que se estremecía bajo él. No importaba, se prometió, habría otras muchas noches.

Poco dispuesto a parar y estropear el ambiente, Charlie usó un hechizo susurrado para preparar al joven. Para aquel entonces ambos estaban tan ansiosos que le costó Dios y ayuda entrar en el cuerpo del otro con cuidado, moviéndose lentamente para no causarle dolor. Pese a todo Draco gritó y se aferró a él salvajemente, clavándole los dedos en los músculos de la espalda y enterrando la cara en su cuello para ocultar las lágrimas que por un momento le llenaron los ojos. Charlie le besó con dulzura y acarició su cabello, manteniéndose quieto para permitir que Draco se acostumbrara a la sensación. Una última cosa, se recordó Charlie, un último paso que dar. Era el momento de cerrar la trampa.

–Draco –le susurró– te daré una pieza de mi oro, pero tienes que pedírmelo. Tienes que pedírmelo -miró fijamente a los ojos azules del joven.

Draco contempló con fijeza la moneda que colgaba ahora entre ellos, la cadena balanceándose como un péndulo. El oro brillaba y bailaba, manteniendo su atención. Charlie movió las caderas para hundirse aún más en el cuerpo de Draco. El chico gimió, arqueando la espalda.

–Sí –susurró– Dámelo, dame el oro.

Era todo el permiso que Charlie necesitaba. Apoyándose en un solo brazo, aferró la tosca moneda y musitó un hechizo que activó una magia secreta en ella. Se dividió en dos y Charlie apretó la pieza que acababa de obtener contra el pecho de Draco, dejando que entrara en contacto con su piel cálida. Entonces dejó que todo pensamiento sobre el oro se desvaneciese de su mente y se dejó dominar por las exigencias de su cuerpo, moviéndose con mayor velocidad, saliendo y entrando de la hambrienta carne que había bajo él. Toda idea de lo correcto y lo incorrecto le abandonó. Sólo había calor y fuego y la sensación creciente de luz y poder en los dos hombres. Besó a Draco ansiosamente, llevándole hasta el orgasmo con su mano. Cuando sintió que el chico gritaba y se corría, se dejó ir y se derramó dentro de él. Si Draco hubiese abierto los ojos, habría visto la luz cegadora que brotó de las dos piezas de oro de dragón en aquel instante.

Un rato después Charlie se irguió apoyándose en un codo y contempló cómo el rubio se iba recuperando de la pasión compartida. Acarició su cuerpo lentamente con una mano y vio que el joven sonreía satisfecho ante el contacto. Draco recordó al fin la pieza de oro y tomó entre sus dedos la mitad de la moneda que yacía sobre su esternón. Sus ojos se abrieron desorbitados: mientras que la pieza de Charlie seguía como antes, la suya era profundamente roja. El fuego de sus entrañas parecía lava, y el metal se había oscurecido hasta parecer el más puro de los rubíes. Era precioso y magnífico.

–Es rojo –suspiró asombrado.

–Claro que lo es, Dragón –le dijo Charlie– Siempre se vuelve rojo cuando es entregado -si el rubio captó la forma en que el otro usaba aquel apodo en vez de su nombre, no dio señal de ello.

– ¿Por qué se vuelve rojo? –preguntó Draco con curiosidad. Charlie se río.

– ¿No te leíste tu manual de Cuidado de Criaturas Mágicas en quinto? Explica todo lo que hay que saber sobre el oro del dragón en los apéndices.

–Claro que lo he leído –mintió Draco. Sonrió satisfecho ante la pieza de oro que había en su mano, como si se acabara de dar cuenta del raro objeto que ahora poseía.

Charlie sonrió divertido y se incorporó sin preocuparse por su desnudez. Recuperó sus pantalones de cuero, consciente de que los ojos de Draco se habían apartado del oro para fijarse en su cuerpo. Ignorando aquella mirada apreciativa recuperó su varita y extrajo una fina cadena de oro de sus bolsillos. Cogió la pieza de oro rojo de Draco y usó la varita para alargar la cadena hasta poder usarla cual collar. Draco miraba con curiosidad. Hizo un gesto a Draco para que se sentara y se diese la vuelta. Puso el collar al cuello del joven, fijándose de pasada en el tatuaje pálidamente delineado que tenía en su omóplato; el día que su padre muriese y Draco se convirtiera en el Cabeza de Familia se oscurecería. Charlie selló los extremos de la cadena, cerrándola. Se preguntaba cuánto tardaría Draco en descubrir que aquel collar no se podía abrir.

–Ya está, mi Dragón –le dijo– Ahora puedes mostrar tu premio a todos tus amigos.

Draco pareció complacido por la idea y manoseó la media moneda con placer. Charlie besó su frente. El chico pareció resplandecer ante la atención.

Pese a los hechizos caloríficos que había en el establo, fuera seguía siendo invierno y los dos jóvenes pronto notaron el frío. Se vistieron rápidamente y en silencio, Draco lanzando miradas furtivas a Charlie mientras se abotonaba la ropa. Cuando ya estuvieron listos se quedaron sentados unos instantes sobre el heno fragante, escuchando el viento que aullaba en el exterior.

–Tengo que volver antes de que sea tarde –suspiró Draco al cabo de un momento.

–Lo sé –asintió Charlie– Es casi la hora de acostarse.

Pese a ello, Draco no hizo gesto de levantarse. Se quedó pensativo, cada vez más absorto en sus pensamientos. Se quitó una hebra de heno que se había quedado pegada a sus pantalones.

–Mi padre ha arreglado un matrimonio para mí –confesó en voz baja.

– ¿Sabes con quién?

–No –el joven sacudió la cabeza– No me lo ha querido decir. Sólo sé que es alguien apropiado para mi estatus –su voz tenía un tono amargo y decepcionado.

–Yo no me preocuparía mucho por ello, Dragón –le dijo Charlie.

Los ojos azules de Draco se llenaron de dolor, herido por aquellas palabras.

– ¿No te importa?

Charlie deslizó los dedos por el cabello dorado de Draco y le atrajo hacia sí, besándole para hacerse perdonar aquel desliz involuntario. Pese a toda la arrogancia del heredero de los Malfoy, seguía siendo un jovencito atrapado en el turbulento caos de las emociones causadas por su primera vez.

–Claro que me importa, Dragón –le dijo con firmeza cuando acabó de besarle hasta quedar sin aliento– Simplemente, no creo que debas preocuparte por ello. Las cosas siempre se acaban arreglando. Todo saldrá bien.

Draco le miró intensamente, como buscando algún tipo de seguridad. Charlie le sonrió y acarició su mejilla, maravillándose ante la perfección de su piel.

– ¿Puedo volver mañana por la noche? –preguntó Draco, antes de sonrojarse como avergonzado por haber pedido algo así, o por haber demostrado tal necesidad.

–Te estaré esperando impaciente –le respondió Charlie– Buenas noches, Dragón.

Draco le sonrió con expresión suave y tímida, un gesto que probablemente fuese tan ajeno a sus rasgos como honesto en la expresión de sus emociones. En aquel momento Charlie podía ver todo lo que Draco podría ser si se le alejaba de la influencia de su padre y de toda la oscuridad que le rodeaba. Pese a todo, pese a la trampa, a la magia que había obrado sin que el chico lo supiera, pese al collar que lucía sin percatarse de lo que implicaba, Charlie creía con firmeza que había hecho lo correcto. Draco era suyo ahora, y le mantendría a salvo.

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